lunes, 18 de octubre de 2010

El aseo personal en la historia (eramos muy sucios)

Imagen de 1870 cuando una anciana en Venecia despioja a joven. Los piojos vivían a sus anchas en ropas y cabellos


El escritor Sandor Marai, nacido en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos”. Por entonces, la bañera era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre.

Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”. Esta mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco. Es más, si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida, nos empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú, y tendríamos que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles.

Del esplendor del Imperio al dominio de los “marranos”
Curiosamente, en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene.

Esta costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba.



Una dama romana se dirige a las termas acompañada de sus sirvientes.
Mosaico de Piazza Armerina (Sicilia) Siglos III- IV

Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma” en la calle
Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad Moderna antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En aumentar la suciedad se encargaban también los numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores.

La Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en tiempos de los romanos y de los árabes estaban más limpias que Paris o Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no había desagües ni baños. ¿Qué hacían entonces las personas? Habitualmente, frente a una necesidad imperiosa el individuo se apartaba discretamente a una esquina. El escritor alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en el patio.

Los excrementos humanos se vendían como abono
Todo se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los desperdicios.

Tampoco las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento de población en la villa después del esblecimiento de la corte de Fernando V a inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con dificultad por las calles principales.

Bañarse es perjudicial para la salud
Los médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo.

Un texto difundido en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano

Un artefacto de alto riesgo llamado bañera
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido... No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.


Luis XIV (Se sintió "pesado" y con dolor de cabeza, después de un baño)

La higiene y el cabello
El cuidado del cabello en la Europa del siglo XVIII, era de mucho estilo, pero de poca higiene.
En la corte francesa se empezaron a usar pelucas a raíz de que el rey Luis XIV comenzó a utilizarlas debido a una calvicie. Se popularizaron entre la corte -absurdamente- pues tendían a imitar lo que el Rey usaba. Sólo podían usarlas los nobles y la moda se extendió a otras cortes europeas.


Luis XIV fue precursor de esta moda peluquera.

Otras versiones relatan que era una época en que proliferaban muchas enfermedades venéreas, como la sífilis, que relegaban graves secuelas como la caída del pelo o manchas en el cuello, partes del cuerpo, etc, pues la vida en la corte era algo “promiscua”, y con el fin de disimular, empezaron a utilizarse pelucas, al igual que el maquillaje y los guantes.



Fomentadas por la reina María Antonieta, en esa época se impusieron los increíbles peinados de estilo alto. Estos peinados altos sólo podían componerse con la ayuda de peluqueras y doncellas personales, que tardaban varias horas en organizar estructuras metálicas, almohadillas, trenzas de cabello y un gran surtido de elementos decorativos, que podían ser joyas costosas, frutas o verduras.

Sin tener en cuenta lo costoso de elaborar estos peinados, el verdadero precio era sostener la pesada y engorrosa carga que frecuentemente degeneraba en dolores de cabeza o abscesos. Por no hablar de la aparición de piojos y pulgas, hecho que era bastante habitual, dados los factores antihigiénicos de la época, ya que lavarse el pelo era algo insólito. Hasta se dice que de algunas pelucas saltaban ratones.

Otros aristócratas se decantaban por una peluca empolvada y se afeitaban el cráneo por higiene contra los parásitos, mientras que unas varillas de materiales preciosos, normalmente marfil, se utilizaban para rascarse la cabeza de manera elegante sin tener que quitarse la peluca ante el público.

No solían lavarse el pelo porque nó existían champus y los jabones poseían mucha grasa. Así, la moda de llevar pelucas se extendió debido a que tenían que estar presentables en las cortes, donde eran usadas por personas adineradas de sociedad y algunas veces las reuniones no duraban horas, sino días.

Aires ilustrados para terminar con los malos olores

Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos.

Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso.

En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel momento un gran paso para la humanidad.


Siglo XVIII: Aparecen las primeras letrinas

Tuberías y retretes: la revolución higiénica
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene.

A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.

Uno de los primeros retretes o inodoros

2 comentarios:

sucotronic dijo...

Un artículo la mar de interesante. Recuerdo la película del perfume, que si bien no hacía honor al libro, al comienzo de la misma ilustra bastante bien ese ambiente de suciedad y putrefacción que debió existir en aquellas épocas. También resulta curiosa ver la evolución del retrete de una especie de silla a algo tan diferente como una pieza de cerámica con sifón y todo.

Anónimo dijo...

Muy interesante, sin embargo volveremos a esas epocas, no por creer que es malo el agua sino porque no habra agua y sera muy cara!!