martes, 23 de febrero de 2010

La batalla de Karánsebes, la más insensata de la historia

Empecemos por el principio, que para comprender tal cúmulo de desatinos hay que situarse:

Estamos en la tarde del 17 de septiembre de 1788 durante el transcurso de la sexta guerra ruso-turca. Un ejército austríaco compuesto por 100.000 hombres de distintas nacionalidades se dirige a la ciudad de Karánsebes, en la actual Rumanía.

Los primeros en llegar al lugar son un grupo de húsares -bandidos del gran camino, en el original- en labores de reconocimiento, quienes no encuentran al enemigo pero sí a unos zíngaros que amablemente les ofrecen unos barriles de aguardiante a un módico precio. Los soldados aceptan y, relajados, comienzan a dar buena cuenta de ellos mientras esperan al resto del contingente.

Los segundos en llegar son unas compañías de infantería que piden a los húsares que les inviten a unas copichuelas, pero éstos, que además de haber alcanzado ya la fase de entonación de cantos y demostración de bailes regionales, debían ser unos tacaños de aúpa, se niegan en redondo. Y no sólo eso, por si los infantes se ponen muy cabezones, levantan unas barricadas y se sitúan con sus barriles detrás de ellas dispuestos a defenderlos como sea.

Empiezan los reproches: "que si tú eres un agarrao", "que si tú eres un gorrón"... el caso es que, sin saber cómo, suena un disparo. La trifulca está servida.

Los infantes arremeten contra los húsares que, parapetados, se resisten a entregar su tesoro. Suenan más disparos, y comienzan a caer los primeros muertos. Los húsares se mantienen firmes hasta que a un infante de mente preclara se le ocurre gritar: ¡Turken, turken! -"¡los turcos, los turcos"!- Y el ardid dió resultado, pues los húsares, que ya se encontraban bastante perjudicados por culpa del alcohol y sin ganas, por tanto, de combatir contra el enemigo, salieron huyendo a lomos de sus caballerías como alma que lleva el diablo.


Pero el lumbreras que dió los gritos no tuvo en cuenta un pequeño detalle: que en sus propias filas también podía cundir el pánico. Y así fue. Cada cual comenzó a correr en desbandada hacia donde mejor creía, y aunque los oficiales vociferaban Halt Stehen bleiben! -"¡quédense donde están!"- nadie les hizo mucho caso, posiblemente porque la gran mayoría de los soldados eran italianos, serbios, croatas, húngaros o rumanos que apenas sabían dos o tres palabras en alemán. Para colmo de males, y con el fin de ser entendidos, los oficiales comenzaron a gritar Halt! Halt! -"¡alto, alto!"-, pero el remedio fue peor que la enfermedad porque ¿qué entendió la soldadesca? Pues, ¡Alá, Alá!, y entonces ya sí que salieron todos despavoridos, pues ese era el grito con el que los otomanos comenzaban a combatir.

Coincide que, mientras húsares e infantería huyen, llegan nuevas tropas al lugar del caos. A no mucha distancia, un oficial de caballería, al ver la polvareda levantada por unos y otros, muy astutamente piensa: "Hmmm... estos deben ser los turcos, va a ser cuestión de hacer una carga". Y carga. Craso error.

Mientras tanto, otro oficial, en este caso de artillería, observa la carga de la caballería, y también muy astutamente, piensa: "Hmmm... estos deben ser los turcos, va a ser cuestión de pegarles unos cañonazos". Y les pega unos cuantos cañonazos. Otro craso error.

Aterrorizados por completo, los soldados hacían fuego contra todo aquello que se les acercaba sin ver que a quienes disparaban era a sus propios compañeros. Para cuando los generales austríacos pudieron hacerse con el control de la situación, ya era demasiado tarde, gran parte de las tropas se habían aniquilado entre ellas y los que quedaban en pie se encontraban confundidos y conmocionados.

Dos días más tarde arribaron a Karánsebes los otomanos, quienes, como es de esperar, no encontraron ninguna resistencia, sino todo lo contrario. Cerca de 10.000 hombres habían muerto o se encontraban gravemente heridos.

Tras la tragedia, el emperador José II escribió al canciller Kaunitz:


Este desastre sufrido por nuestro ejército a causa de la cobardía de alguna de nuestras unidades aún es incalculable. El pánico reinaba por doquier, en nuestro ejército, en el pueblo de Karánsebes y en todo el camino hasta Timisoara, a diez leguas largas de allí. No puedo describir con palabras los terribles asesinatos y violaciones que se produjeron.

Lamentablemente, una muestra más de la estupidez humana.

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